Tengo bastantes plantas de boj y todas son importantes para mí. Me gustan porque con el suficiente tiempo, podas y cuidados dan al jardín un carácter clásico permanente y , además, porque la mayor parte de las mías están santificadas.

Digo santificadas porque muchas me las regalaron hace años unas monjas durante unas obras que hicimos en el jardín de su convento. Este albergaba los menguados restos de una antigua comunidad de clausura y se edificó durante el desarrollismo de finales del siglo pasado. La comunidad permutó su viejo emplazamiento dentro de la capital por un terreno extramuros extenso y soleado en las faldas del monte Naranco. Allí se construyó un edificio nuevo de ladrillo rojo – feo y grande –  que semivacío daba testimonio del optimismo religioso de la época.

Las monjas me llamaron porque querían cambiar el jardín del claustro. Esa caja rectangular de doble planta no valía mucho y el jardín que encerraba realmente tampoco, a excepción de los bojes que bordeaban los cuatro cuadros que dejaban los ejes de una cruz latina. El terreno dentro de ellos estaba cubierto por Bergenias .  “Orejas del diablo” las llamaban las monjas, quizás por eso nos mandaron quitarlas y sustituirlas por una tapizante con connotaciones menos infernales.

Al final sacamos los bojes porque daban trabajo, quitamos las Bergenias por demoniacas y  , en su lugar, plantamos un montón de Vinca minor variegata como cubresuelos. Mientras duró la obra asistí en primera fila a la vida de una congregación de clausura en trance de extinción. Ya en aquella época, hablo de hace más de 20 años, la disminución del tamaño de las familias, la falta de vocaciones y el atractivo de los placeres terrenales habían vaciado los conventos y seminarios, dejándolos flacos y sin vida. Las pocas monjas que quedaban en las congregaciones se dividían entre las que merecían de sobra la jubilación y las jóvenes de origen africano. Por entonces eran más o menos dos tercios de las primeras y un tercio de las segundas, ahora ya son mitad centenarias y mitad foráneas, dentro de diez años sólo quedaran las venidas de África y una forma de consagrar la vida se habrá extinguido en nuestra tierra.

Las monjas que conocí aplicaban a rajatabla el “Ora et Labora” de las órdenes monásticas y dedicaban su tiempo a los rezos – durante los cuales no podíamos estar en el convento -, al cuidado del edificio y de la huerta y a la elaboración de formas para las iglesias de la archidiócesis.

Nuestra interrupción de esa vida ordenada y tranquila fue bien recibida por las integrantes de la comunidad y, contra pronóstico, no pareció molestarlas el ruido de las máquinas ni la charla de los jardineros. Todo lo contrario, se ve que tantos años de voto de silencio y aislamiento del mundo no habían reducido en nada la curiosidad innata de aquellas personas ni la necesidad de “aire fresco”.

Yo me hice amigo de la superiora, una señora mayorcísima muy amable con la que comentaba la marcha de los trabajos y los secretos de su huerta. Varias veces me regaló bolsas con los recortes sobrantes de las obleas de pan ácimo para dárselos a mis hijos y durante muchos años nos felicitamos las pascuas con esas tarjetas navideñas cristianas , cada vez más escasas, hasta que no hace tanto dejé de recibirlas.

No sé si las monjas seguirán en el convento y estoy seguro de que mi madre superiora habrá pasado a mejor vida, pero las bolas santificadas cada vez están más grandes y me recuerdan un esplendor religioso pasado que difícilmente volverá.